En mi sueño paso el tiempo mirando por la ventana del motel. Estás tumbada junto a mí, dejando ver tu espalda bronceada, con una mano sobre la almohada. El cielo va volviéndose naranja al ritmo de tu respiración y eso me parece maravilloso. En los sueños todo funciona un poco mejor. No existen las climatopatologías, los haraquiris resultan inofensivos y tú eres menos real. Nos encontramos con Aiko y con Tae en los karaokes de una ciudad fluorescente y las invitamos a cervezas, pero después no aceptan nuestros cigarrillos porque no fuman. Dicen que viven juntas en Tokio, en un apartamento tan grande como media cancha de tenis, y que su fuerte es la papiroflexia, porque todos los niños japoneses la aprenden en los jardines de infancia. Luego nos acompañan hasta la habitación del motel. Por el camino van cantando la banda sonora de Heidi en japonés o en algún otro idioma que tú y yo no podemos entender, y al final salen volando por una ventana del pasillo sin despedirse, porque parece que en los jardines de infancia también les enseñaron a volar.
Entramos en la habitación sin parar de reír, después subimos las persianas y descubrimos tu coche aparcado justo debajo de nuestra ventana. Vivimos en el motel del cielo naranja. Un ventilador de tres aspas revuelve el aire estancado entre estas cuatro paredes. Pero somos felices y eso es todo. Te quitas tus sandalias de tacón fino, las dejas sobre la moqueta, caes vencida sobre la cama, aprietas una almohada contra tu pecho, tarareas una vieja canción nipona y dejas pasar las horas. Mientras tanto, yo apago mi cigarrillo sobre otros cigarrillos, con la sensación de que nada está jodido, de que jamás podrá joderse por muy mal que hagamos las cosas. Nada puede ir mejor ni peor, China. Nadie podrá pararnos mientras mis canciones sepan a nicotina y tus lágrimas a ginebra.
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